Publicado originalmente en Cinco8 el 6 de junio de 2020.

Junio de 2020 comenzó en Venezuela con dos noticias insólitas: el momento histórico en que la gasolina nacional dejaba de ser la más barata del mundo y se transformó en un producto importado que se vende en dólares, y las imágenes por redes sociales de unos cuantos, muchísimos, libros quemados. La biblioteca general de la Universidad de Oriente (UDO), núcleo Cumaná, acababa de sufrir un incendio. ¿Vandalismo o accidente? ¿Una combinación de ambas en un campus sin los recursos necesarios para su mantenimiento? 

Las hojas ardían mientras evocaban tristes páginas de la historia de la humanidad. En un país que pareciera no saber qué hacer consigo mismo, es otro síntoma de ese huracán formado por demonios reales e imaginarios, que nos está llevando a todos.

Los cientos, quizás miles, de libros hechos cenizas representan una de las características más resaltantes de lo que va de nuestro siglo XXI: la lucha desde el poder por arrebatarnos nuestra memoria colectiva. El chavismo ha declarado una guerra contra nuestra historia, mientras la simplifica para utilizarla como una herramienta más de su propaganda. No han dejado de sorprendernos con lo que son capaces de hacer con este propósito, ni siquiera con todo lo que han descrito al respecto durante años nuestros mejores investigadores historiográficos, sociológicos y discursivos.

Primero fueron nombres de avenidas, parques, instituciones. Cambiaron la bandera, el escudo, los logos de las organizaciones públicas, todo lo que pudieron desde los vagones del Metro de Caracas hasta el nombre oficial del país. Después vino la reescritura de fechas y efemérides sin consenso previo. 

Pero quizás uno de los crímenes más viles de estos años ha sido la omisión que acompaña a la desidia, como ha pasado en la UDO. 

Las hogueras frías del abandono

Lo vemos en la red de bibliotecas públicas y en el poco interés que se le da a la Biblioteca Nacional de Venezuela, en Caracas. Un catálogo en línea que funciona de cuando en vez, y unas instalaciones en las que sus empleados tienen que hacer malabares para intentar cuidar libros, documentos y equipos. También la crisis, la siempre mencionada crisis nacional, se está llevando consigo bibliotecas privadas que pertenecieron a personajes que aportaron en la construcción de la república civil. Al estos fallecer, muchas veces los familiares no saben qué hacer con colecciones tan grandes. Ante el desafío de costos que significa asumirlas por alguna universidad o fundación privada, y ante el vacío gubernamental, el país pierde un patrimonio fundamental para su espíritu y memoria. Pienso en el caso de la biblioteca de José Ramón Medina, poeta y político guariqueño fallecido hace ya una década. Fundador de la Biblioteca Ayacucho, procurador y contralor general de la nación. Lo mínimo que hubiese podido hacer alguna de estas instituciones públicas era el de interesarse en preservar por entero su biblioteca y archivo.

Pero no siempre hemos vivido esta desidia. Personas e instituciones han logrado llevar a cabo proyectos valiosos con la intención de proteger la memoria histórica del país: entre 1974 y 1999, Virginia Betancourt trabajó por la radical transformación de la Biblioteca Nacional de Venezuela.  De unos libros en mal estado, hacinados en el palacete guzmancista de la Avenida Universidad, pasaron a un moderno edificio diseñado por Tomás José Sanabria en el llamado Foro Libertador. En un cuarto de siglo, la Biblioteca Nacional se fue erigiendo como una de las más importantes de América Latina, por estar a la vanguardia en sus técnicas de catalogación y cuidado de los libros, pero también por un personal altamente competente. Esta experiencia de gestión cultural Virginia igualmente la ha vertido en mantener vigente la memoria de su padre. La Fundación Rómulo Betancourt, a partir de finales de los ochenta, empezó a publicar el archivo del expresidente, así como ensayos y estudios acerca de nuestra historia política. A partir de 2009, en alianza con la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, se iniciaron las clases del Diplomado en Historia Contemporánea de Venezuela, con el foco en formar maestros de escuela primaria, bachillerato y profesores universitarios. De esta misma determinación han nacido las colecciones de libros: Cuadernos de Ideas Políticas y Serie Antológica de Historia Contemporánea de Venezuela.

Otro testimonio de este trabajo por la memoria venezolana fue el llevado a cabo por el historiador y expresidente Ramón J. Velásquez. Luego de su labor de preservación del Archivo Histórico de Miraflores, así como la publicación de la colección de Pensamiento Político Venezolano del siglo XIX y del de buena parte del siglo XX, una de sus labores menos estudiadas fue la creación de la Fundación para el Rescate del Acervo Documental de Venezuela (Funres) en la década de los ochenta. Desde allí se emprendió un trabajo inmenso no solo en la divulgación de archivos prácticamente desconocidos, sino en el apoyo a nuevas publicaciones y la búsqueda de fuentes y testimonios sobre Venezuela en diferentes partes del planeta. Cabe recordar la recuperación y publicación en un tomo de las caricaturas que alrededor del mundo aparecieron sobre Cipriano Castro.

En la actualidad la preservación de la memoria venezolana ha quedado relegada a contadas acciones privadas ante la orfandad oficial. Se pueden mencionar el ahínco de la Fundación para la Cultura Urbana durante dos décadas, y ahora con una labor de curaduría y difusión de su archivo fotográfico, así como el trabajo continuo de Fundación Empresas Polar, que a su vez han asumido el reto de fomentar el estudio y difusión histórica al mundo digital

Los guardianes

Pero también se hallan esfuerzos particulares en defensa de reconocernos como país. La Fundación John Boulton tiene una colección rica en documentos y objetos del siglo XIX venezolano. A partir de 2007 la Casona Santaella, ubicada entre la triada de la Biblioteca Nacional, el Panteón y el Archivo General de la Nación, alberga un museo de acceso gratuito, en el que podemos encontrar no solo objetos que pertenecieron a Simón Bolívar, sino también los muebles y curiosidades del escritor Arístides Rojas, y recuerdos del periodo guzmancista, quizás los más vistosos los dos fragmentos de sus derribadas estatuas: un puño del «Manganzón» y la cabeza y pecho del «Saludante». 

Tenemos el caso de La Poeteca, una fundación para el incentivo de la lectura, pero también un lugar de encuentro en el que se preserva una cada vez más rica colección de ediciones de poesía venezolana de todos los tiempos. A esto quiere sumar dos trabajos que se están haciendo en las regiones: El Correo de Lara, que busca preservar viejas fotografías del estado y contar grandes y menudas historias sobre la región. El otro es La Rama Dorada, librería-café en Mérida que tiene un «Libro Club» en el que uno puede pedir en préstamo libros que no se consiguen actualmente en el mercado (desde ediciones venezolanas que no han sido reeditadas, hasta clásicos de la literatura universal). 

A esto se le suma el trabajo de la Universidad Católica Andrés Bello al acoger el archivo y libros de Sofía Ímber y las salas virtuales de investigación. El de la Universidad Metropolitana, en la cual se preservan las bibliotecas particulares de Pedro Grases, Arturo Uslar Pietri y Ramón J. Velásquez. Y la iniciativa familiar de reedición de la obra escrita de Rafael Caldera y la digitalización de su archivo (libros, discursos, cartas, fotos y videos),  la cual se está convirtiendo en la primera biblioteca presidencial digital de Venezuela

En mi generación, nacida entre los últimos años del sistema democrático representativo y el comienzo de la «revolución», hay una nostalgia por un país que no conocimos. Cada vez es más popular que en redes se compartan fotos, videos, crónicas y momentos fragmentarios de esa Venezuela que se creyó a un paso de la modernidad. Ha habido cierta inquietud por crear una plataforma online para preservar la memoria cultural venezolana, pero ya hay algunas iniciativas individuales en marcha. 

Andrés della Chiesa creó en Instagram una cuenta llamada La palabra compartida, donde difunde cada cierto tiempo frases, imágenes e historias de la memoria venezolana. Andrés considera que cree en la tradición «la cual nos une y alimenta como pueblo». También se declara venezolanista y ve en el pasado una forma de conseguir respuestas y repensar la crisis cultural y educativa. Guiado por la figura de Arturo Uslar Pietri, se ha dedicado estos días de cuarentena, junto a la Casa AUP, a presentar conversatorios y charlas en línea sobre el escritor, así como de temas que van desde la historia del humorismo local, hasta el análisis del proceso guerrillero en los años sesenta.

Con una perspectiva diferente, Gabriel «Chacho» Domínguez fundó hace ocho años el Instituto Progresista. Junto al debate de temas de actualidad como derechos ambientales, feminismo y movimientos sociales, otro de sus propósitos ha sido revitalizar la memoria de los líderes de la democracia venezolana. «Si la gente añora algo que no recuerda muy bien, hay que mostrárselo como vigente y vivo», me dice. Considera que sobre la Venezuela democrática hay una amplia historia por contar, que no ha sabido cómo presentarse. Hay que convencer, mostrar que es algo atractivo, interesante, para el presente. Por eso desde este instituto se han apoyado jornadas sobre la historia democrática, encuentros llamados La cueva de Clío y una campaña en redes denominada Ellos también fueron jóvenes, mostrando los primeros pasos de algunos de nuestros dirigentes históricos.

Yo también estoy afincando mis esfuerzos en la recuperación de la memoria democrática venezolana. De eso puedo hablar otro día. Lo que sí les puedo decir es que es un trabajo complejo en una Venezuela que luce arrasada, tal cual la biblioteca de la UDO. Pero la acción de unos cuantos quemando libros y borrando nuestra memoria, serán solo episodios de una historia y de un pasado que debe revisarse, para sentar las bases vigorosas del país de la reconstrucción.